Estos son tiempos poco románticos, prácticos, veloces, donde no hay mucho espacio para unir conceptos como la ciudad y el amor. Es posible, pero como yo tuve con Montevideo un amor a primera vista cuando tenía 8 años en 1956 y vine a vivir un año en esta ciudad, no me resigno a sobrevolarla sin sentimientos o simplemente como una ciudad obligada para vivir. Muchos saben que yo no nací aquí, ni siquiera di mis primeros pasos en Montevideo, llegué de Italia con ocho meses de edad a Buenos Aires, así que mi testimonio tiene sus bemoles. Llegué a Montevideo en un vuelo en hidroavión de CAUSA y cursé mi segundo año de escuela pupilo en el colegio Erwin School de la avenida Ponce, porque mi padre trabajaba literalmente día y noche en el Victoria Plaza Hotel inaugurado hacía muy poco.

No voy a reconstruir los muchos recuerdos que tengo del Montevideo de hace 64 años, ni siquiera de mi segundo periodo en el año 1961, ni mi regreso del exilio a fines de 1984, quiero mostrar porqué Montevideo, tiene un pasado, una historia, un potencial particular para enamorar a sus habitantes y visitantes, que perdió hace mucho y no ha logrado recuperarlo. No es una ciudad monumental, aunque tiene algunos edificios absolutamente únicos y desproporcionados por tamaño y belleza a sus dimensiones, primero entre todos el Palacio Legislativo. Pero son tantos, de tan diversos estilos, de épocas diferentes y con funciones muy variadas que me llevaría una larga investigación. Y no se trata solo de edificios, sino de monumentos, estatuas, parques, plazas, templos, boliches, teatros, restaurantes, estadios, rincones y de resabios de otras épocas. Lo más importante era y fue el clima de una ciudad amable, hospitalaria, llena de sorpresas, de buenas sorpresas, de edificios públicos magníficos y de casas privadas o negocios con una gran personalidad.

Montevideo fue y todavía le queda la condición de un importante laboratorio de arquitectura y urbanismo. Tiene además dos condiciones naturales únicas o que he visto muy pocas veces en mis viajes: un puerto en una bahía magnífica, con un pequeño cerro como vigía y, una larguísima rambla bordeando playas de arenas blancas. Es una ciudad de mar, aunque esté sobre un río. Tiene carácter marino, miradas marinas, una latitud marina y sensibilidades marítimas. Pero por sobre todas las cosas, la suma de las obras y la realidad natural, la ayudaron a tener una especial dimensión humana. Es la ciudad que yo conozco que tiene derecho, mejor dicho tiene la obligación de ser nostálgica, de que la mirada hacia el pasado nos llene de nostalgia y orgullo. Es una ciudad democrática por su concepción original, por sus obras públicas, por sus parques y sobre todo por sus playas, sus escuelas, sus hospitales, sus estadios deportivos, sus museos, sus avenidas y bulevares.

No se pueden amar las ciudades por sus recuerdos, por su pasado, necesitan vida, vitalidad, abrazos actuales a su gente y a sus visitantes y Montevideo se acostumbró lentamente a una meseta de mediocridad y de malos servicios o de pobres servicios. No fue capaz de seguir el paso de los tiempos y sobre todo del asalto de las cosas malas de estos tiempos. Esa es la primera condición que debemos reclamarnos a nosotros mismos, a sus habitantes: no podemos resignarnos a esta meseta de estabilidad mediocre, que mientras el país y muchas otras medianas y pequeñas ciudades del país progresaron, Montevideo vegetó o a lo sumo tuvo pequeños saltitos. Montevideo es una ciudad, un departamento de conflictos, de tensiones, de zanjas sociales profundas, de diferencias abismales en algunos de sus indicadores sociales. No debemos aceptar que una línea oscura, una frontera nos separe, nos divida entre el sur y el norte. No es una línea imaginaria, es bien visible y de profundo significado humano y social. No se puede amar una ciudad injusta y de grandes contrastes.

Yo jamás podría amar la ciudad con el más hermoso escenario natural del planeta, Río de Janeiro, porque en ella conviven las mayores diferencias y tensiones sociales. Montevideo, no es igual, pero la línea oscura se ha ido consolidando y nos hemos acostumbrado. Para enamorarse hay que volver a construir una ciudad limpia, siempre, no como un hipo contra natura. Limpia en todas sus zonas y barrios. Es lo básico, lo que debemos exigir, lo que debemos reconquistar a cualquier costo. Una ciudad sustentable, a la vanguardia de la sustentabilidad, como lo está el país en la lucha contra el tabaquismo. Se pudo y se puede. Debe ser una ciudad cómoda, para moverse, para viajar, para cruzarla en todas las direcciones y en los más diversos vehículos y que prevea los cambios que sin falta ya se están observando. Debe ser un espacio limpio en sus calles, plazas, avenidas y también en su costa y en su atmósfera. Una ciudad saludable. Implacablemente saludable. Debe construir en forma permanente sus espacios colectivos acordes a esos cambios y al progreso social y cultural que nos merecemos los uruguayos en nuestra capital. No puede decirse que no se ha hecho nada, se han hecho muchas cosas pero son desproporcionadas a las nuevas necesidades y al crecimiento del país.

Una ciudad no se la ama solo por necesidad, porque se vive en ella, ni por cosas volátiles y etéreas, sino por una mezcla poderosa de cosas bien concretas y prácticas, aparentemente chicas, pero vitales, como la limpieza, la iluminación, las veredas, los servicios, la movilidad, el estado de sus centros y de su patrimonio y por otro lado porque transmite en forma permanente un mensaje de progreso, de aspiraciones, de sueños. Y los sueños ciudadanos y departamentales son concretos pero también un poco delirantes, más allá de la cotidianidad. En definitiva una ciudad con servicios que nos faciliten la vida cotidiana y el esparcimiento y el goce de nuestra capital, que nos transmita una realidad y un mensaje de eficiencia, de inteligencia, del uso de las nuevas tecnologías para mejorar todos los servicios y no para encerrarnos cada uno en su agujero personal y cuadriculado. ¿No tenemos plata para grandes proyectos? Es falso, es timorato, es falto de imaginación y sobre todo es el colmo de la burocracia. Y Montevideo es una ciudad que está muy lejos de sacudirse la burocracia de encima.

Hace décadas que tenemos horrores, por ejemplo en la rambla, en muchos otros puntos y que no se hace nada o casi nada, amparados en la burocracia, en los trámites, en las mentalidades burocráticas. Piensen en las ruinas de la vieja compañía del gas en la rambla, en el dique Maúa, en el puertito del Buceo, en el Cerro de Montevideo, en la Estación Central y muchas otras situaciones. El adefesio del CH20, ese horrible edificio en ruinas en la rambla, todavía estaría allí si un puñado muy pequeño de funcionarios del Estado no se la hubiera jugado y se hubieran arriesgado. Muchas veces hemos quedado atrapados entre la comodidad, las normas absurdas, el miedo al riesgo y el paso inexorable del tiem po para no cambiar, para no mover el horizonte y las ambiciones que requiere Montevideo. Y son responsabilidades de la Intendencia, porque sin la voluntad de un intendente que dispone de un enorme poder, nada de eso cambiará. Se nos vienen las elecciones departamentales y municipales y pueden ser un momento insustituible para discutir de las cosas urgentes, de los cambios imprescindibles y de los sueños necesarios para darle un fuerte impulso a todo el departamento, a la ciudad y su zona rural.

La danza de nombres en ambos bloques, sin ideas detrás, sin iniciativas que nos entusiasme y nos convoquen con urgencia a movernos, es preocupante. Los montevideanos y los uruguayos no se enamoraran de un sillón, de un palacio de ladrillos, de un sindicato que piensa solo con el bolsillo y con la prioridad absoluta de hacer lo menos posible al mayor costo. Debería ser una campaña electoral que se eleve aunque pegada al duro suelo de las necesidades básicas, la limpieza, la iluminación, la movilidad, el transporte, sus veredas, sus espacios públicos y su proyección urgente hacia el futuro que ya se nos vino encima. Un proyecto progresista de ciudad, de departamento, que no corre detrás de los problemas, de la polución, de la inseguridad, de la fractura social, sino que las afronta en su conjunto con el aporte de todas las capacidades intelectuales y culturales de los montevideanos. Es mucho, es infinitamente más fácil escribir, describir las cosas, que hacerlas, pero nos hemos acostumbrado a un realismo ramplón que niega nuestra historia, nuestros delirios, nuestras enormes posibilidades. No se trata de refundar nada, sino de ser capaces de asumir el mensaje optimista del pasado en estos nuevos tiempos. Una última reflexión, no tan departamental: si el progresismo quiere dar una auténtica batalla por un retorno diferente para conducir el destino nacional, tiene que comenzar desde Montevideo y Canelones. Demostrar que no habla de cambios, que los construye. Con firmeza y con humildad.

ESTEBAN VALENTI