por SILVINA LORIER

Con todo orgullo de su origen, María Guarino, desde Aieta a Uruguay, recorre la ruta de la memoria de su vida de inmigrante, llena de recuerdos imborrables y sentimientos tan profundos como el océano que la separa físicamente hoy de su tierra natal. Historias las hay por doquier, es sólo cuestión de rescatarlas de la oscuridad y mantenerlas vivas con cariño y respeto. De eso sabe muy bien su pueblo, que habiendo cumplido los requisitos necesarios, es uno de los pueblos más bellos de Italia, con título oficial desde el veintisiete de junio de dos mil trece. Y permítanme explayarme en este punto, del cual debiéramos tomar ejemplo para conservar nuestro patrimonio. La Associazione de I borghi piu belli d’Italia, a iniciativa de la Associazione Nazionale dei Comuni Italiani busca valorizar, proteger, recuperar y mantener monumentos y memorias de los pueblos y pequeñas localidades casi despoblados y marginados del turismo y comercio, pero con una historia, un nivel artístico y cultural y una tradición digna de amplio reconocimiento.

Este es el caso de Aieta que con poco más de 800 habitantes hoy en día, habiendo soportado desastres como hambrunas, epidemias y terremotos en la primera mitad del siglo XIX, y las subsiguientes oleadas de emigración durante fines de ese siglo y primera mitad del siglo XX, siendo por ese entonces la Italia meridional uno de los rincones más pobres de Europa, ese mismo pueblo, ha sobrevivido gracias a su longevo espíritu. Placer para todos los sentidos: su noble Palazzo, le da un toque renacentista nada común en la región calabresa; rodeado de estrechas callejuelas que se abren paso entre tejados rojos y el aliento de los bosques. Un pueblo mágico al atardecer, dicen, con la dulzura mediterránea y el olor de la Toscana. Conjugación perfecta bajo las rocas donde anidaba el águila de quien proviene su nombre que emblemáticamente recuerda sus orígenes griegos. ¿Cómo no ser tan bello? ¿Cómo no estar orgullosa?

Retrato del casamiento de abuelos paternos - 1901

María, nació por allí y vivió hasta los seis años en Italia. Cursó primer año escolar, y aún recuerda a su maestra Mimma. Como también recuerda cómo jugaba con sus primos en la plaza del pueblo bajo la atenta mirada de su abuelo Próspero. Cuando nevaba, solían hacer pelotas y jugar a lanzárselas entre ellos y también hacer “helado” de nieve y chocolate. Todo hacía de una infancia feliz, como debe ser para cualquier niño. Pero antes de su nacimiento, estuvo la Segunda Guerra Mundical, y uno de los aietani que peleó por Italia bajo las órdenes de Mussolini y junto a los alemanes, sin ser italiano de nacimiento, fue Armando Guarino, el padre de María. Armando, hijo de dos italianos Angela Maria Nicodemo y José, que habían emigrado a la Argentina y allí se habían casado en el año 1911, llegó a Italia siendo un bebé, pero siendo “argentino”.

Esta primera generación de inmigrantes, no logró amoldarse del todo a la América del Sur, a pesar de no presentar dificultades económicas; simplemente la mamá de Armando extrañaba su tierra. En su juventud, Armando, a falta de trabajo en Aieta, buscó ingresar a la policía nacional, aunque estalló la Guerra y era prioridad llevar hombres al frente de batalla. Debió haber sido su hermano mayor, pero al estar casado, lo “llevaron” a Armando a pelear a Grecia, aún siendo extranjero legalmente. Probablemente allí, en el Dodecaneso, donde la milicia italiana confundida por pactos y armisticios secretos y dudosos, se enfrentó con los alemanes por un lado, respaldando a los ingleses por otro, pero incluso entre los mismos italianos existieron enfrentamientos basados en conflictos políticos e ideológicos.

Entrada al pueblo

Armando resultó prisionero y obligado a trabajar para los nazis antes de su liberación. Nunca dio muchos detalles de esos oscuros momentos de su vida, quizá para proteger a su familia de imaginar tanto horror y vivir con ello; y como apenas si sobrevivió para volver a casa, pesando menos de 40 kilos, era suficiente la presentación de los hechos que podía ofrecer. Ese sufrimiento que parece tan ajeno desde este lado del mundo, pero a la vez tan intenso y capaz de estremecer a un simple lector por sólo imaginar el aire, el hambre, el frío, el miedo, el sudor y la sangre por la que pasaron los militares en épocas de guerra, más allá de lo que nos ha contado el cine; ese macabro episodio marcó a fuego a doña Caterina Nappi, la mamá de María.

Caterina a sus 93 años vive en Montevideo, y jamás se adaptó al cambio de país, de idioma y de costumbres. La oscuridad de la guerra nubla su mente de vez en cuando, el recuerdo de su esposo está tan latente como si viviera, y a veces pregunta por él, pregunta si ya volvió, si está vivo. Es un dolor interminable. Pero por suerte la palabra rendirse no está en el diccionario de esta familia, y María bien lo sabe. Una vez vuelto de la guerra, aquel italiano de corazón, luchó por seguir y continuó trabajando a pesar de las miserias, junto a un tío que tenía comercio en la cercana Praia a Mare. Mientras tanto, Caterina, “la modista del pueblo” cosía y confeccionaba desde colchones, acolchados hasta vestidos de novia, para la familia y para todos los vecinos. María era la mimada, única nieta de Don Próspero y Carolina y única sobrina de Ana y Antonietta. Pasaba los veranos en Massalucaia, en las afueras del pueblo, en un terreno que cultivaban sus abuelos, lugar al que iban caminando, aunque María tenía el privilegio de ir en burro.

Lugar donde nació

Hacia el año 1952, y dado que las dificultades económicas no daban tregua, Armando decidió partir en busca de nuevas oportunidades. Pensó en volver a Argentina, pero eso le implicaba volverse a poner a la orden del servicio militar según le hicieron constar en el Pasaporte, por tanto, visto y considerando lo vivido, viajó a Uruguay, donde ya había dos hermanos instalados. Entretanto, en Italia, María tuvo su figura paterna, en la persona de su tío Antonio, y como “hermanos” a sus primos. Un día llegaría el momento de que sus padres volvieran a estar juntos. En un desgarrador llanto María se despidió de sus abuelos maternos y todos aquellos que los acompañaron a la partida en la salida del pueblo. Esos momentos en que un “hasta pronto” se vuelve en un “adiós para siempre”, sin saberlo a ciencia cierta, pero con la sospecha de que puede ser la última vez que se ven a los ojos y se abrazan…

Desde el puerto de Nápoles, en el Conte Grande, la niña delgada y de largos cabellos que con dulzura peinaba su madre, entró a un nuevo mundo que apaciguó su angustia con la novedad de un gran viaje. A tres días de su séptimo cumpleaños tuvo como regalo el reencuentro con su papá, en el puerto de Montevideo. Nada mejor. Empezaba una nueva vida para ella. Un nuevo barrio, que desde ese entonces hasta el día de hoy, ha sido La Comercial. Armando dedicó sus horas y mano de obra a la General Electric y las manos de Caterina siguieron creando con el hilo y la aguja. Todo con dedicación y esfuerzo, con precaución para ahorrar y conservar, producto del miedo a la pobreza que traían en sus mochilas: “vamos a comprar por si mañana falta”.

Casa de abuelos maternos - 2010

María expresa tranquilamente que jamás les faltó nada, ni comida ni comodidades, pero no sin sacrificios, sin el trabajo de sol a sol de sus padres. Si hay algo que destaca, es la adaptación y asimilación cultural en términos sociológicos, si se quiere; en y de los italianos en general, desde su “cocolicheo” a los niños en particular, que son como una esponja; y aquí María absorbió todo conocimiento que pudo, con entusiasmo. De la mano de una tía, María del Carmen, aprendió rápidamente a hablar español, y se integró a segundo año del ciclo escolar sin problemas en marzo del año siguiente a su arribo. Fue buena estudiante, reconoce. Estudió inglés obteniendo el título de profesor y profundizó sus conocimientos de italiano. Intentó estudiar Derecho, pero la dictadura dejó por el camino esa carrera, sin embargo, un curso de administración le permitió trabajar en una fábrica durante 40 años jubilándose en el cargo nada más ni nada menos que de la gerencia.

Perseverancia, deseo de superación, y respeto por el trabajo, herencia de sus papás. Por supuesto que también algo de testaruda, “como buena calabresa”, le gusta terminar lo que empieza. Volver al pueblo fue una experiencia maravillosa. Se reencontró con sus primos que hoy viven en Praia a Mare, pero nunca más vio a sus tíos ni abuelos. Habían pasado 52 años de aquella despedida. Los lugareños más ancianos recordaban a la familia, sobre todo al abuelo Próspero, un gran carpintero, un “caballero honrado” u “hombre de bien”, términos que hoy poco se utilizan. Todos los que emigraron, salvo excepciones, desean profundamente volver a su tierra en algún momento, algo “les tira”, pero aquellos que se quedaron, no demuestran tanto interés por venir a conocer la tierra de sus descendientes. Mantienen el contacto, pero no nos visitan.

La familia Guarino en la actualidad

La memoria está allá, las raíces están allá. Parte del alma está allá. Si hay algo que permitió a María reconocer mucho de los rincones del pueblo, fue el esfuerzo que se hace en los patrimonios históricos como este por su conservación; a fuerza de leyes e incentivos que dan resultado en lo turístico, las fachadas permanecen intactas o restauradas, jamás modificadas o destruidas. Son construcciones medievales en muchos casos, espíritu labrado en las rocas por los propios pueblerinos y sus antepasados, en cuyos cimientos brota la italianidad que jamás se pierde a pesar de la diáspora a lo largo de los años. El orgullo de la sangre se transmite, o debiera transmitirse de generación en generación, no sólo “la ciudadanía”. María lo ha puesto en práctica con sus hijos, y algo le va inculcando a su pequeña nieta, que por lo menos ya está ahorrando para viajar a conocer el pueblo de la nonna.

María lleva 63 años viviendo en Uruguay, confiesa que se siente cada vez más uruguaya pero jamás olvida sus orígenes. Y eso no es difícil cuando las tradiciones te rodean. Por ello, cuenta que solía disfrutar mucho las reuniones familiares y deleitarse con los cuentos de los mayores; hoy que ya no están, algunas costumbres se han perdido, como la elaboración casera de vino, la salsa de tomate y comidas típicas. Pero nunca faltan las pastas, no falta la pizza ni la música. La voz de su madre solía cantar “Mamma, sono tanto felice perché ritorno da te” “Mamma, sarai con me, tu non sarai piú sola” “Quanto ti voglio bene!” y María viaja a través de la canción. Yo también.

Abuelos maternos Carolina y Prospero

De hecho ya quisiera subirme a un avión directo a Aieta a dar un paseo a caballo, hacer algo de trekking con vistas panorámicas, caminar por entre los seculares pasajes de pastores, agricultores, carpinteros; trepar, como pueda, al Monte Calimaro para descubrir alguna cueva antigua, y al finalizar la extensa travesía, probar el prisuttu di puorcu y otros tantos embutidos de esa tierra, como el tocino ahumado, el capocollo y la soppressata; también el plato insignia “i fusilli”al fierrito, con aceite, ajo, pan rallado, anchoas saladas y pimientos. Nota del autor: Pensé en pedirte la receta María, pero mejor te pido por este medio, y con los lectores de testigo, que si un día cocinás este plato, ¡me invites a comer! Prometo llevar el postre. Que otro lector lleve el vino.