POR SILVINA LORIER

 

Es mediodía de sábado y a casi cien kilómetros de donde vivo hay un italiano al que conoceré en apenas un par de horas. Me estará esperando, quién sabe que está pensando, si estará haciendo memoria o simplemente entretenido en otra cosa mientras llego. En Barros Blancos, Canelones, Agostino Viggiano está mirando Il Calcio Italiano en la RAI. Es hincha de la Jueventus donde supo jugar un ídolo para él: Alessandro Del Piero, el jugador que más partidos y más goles anotó para el club. 

Efectivamente, Agostino mira mucho fútbol. El parloteo italiano suena incesantemente, es una compañía para un inmigrante. Es símbolo de su identidad, y aunque habla un perfecto castellano, no quiere olvidar el origen. De hecho, no sólo el fútbol lo atrapa, La RAI emite dos programas a los que no falta, I soliti Ignoti y Ereditá. Eventualemente “pesca” algún especial de ópera, como La Traviata, y se divierte intentando adivinar lo que dice. Le da tristeza cuando no puede recordar alguna palabra o significado, o se ofusca cuando no puede entender lo que están hablando; pero el ritmo del idioma lo mantiene cerca de su tierra.

Lo miro, y pienso que en ochenta y siete, casi ochenta y ocho años de vida, hay mucho para recordar. Siempre me es más fácil empezar por el principio: del otro lado del Atlántico, al Sur, en un pueblo de unos cinco mil habitantes dentro de la Provincia de Potenza, llamado Marsicovetere. Justo allí, un veintidós de julio de mil novecientos treinta y tres, nació un niño, que fue siempre Agostino ante la ley, pero que lo acriollaron Agustín cuando vino a Uruguay. Cuenta que mucho no se acostumbraba y recriminaba cuando se equivocaban al nombrarlo, pero se daba por vencido y expresaba un poco resignado “llamame como quieras”.

Me pongo a pensar en su infancia, y sospecho que se pareció a la de otros tantos inmigrantes que conocí, la escuela primaria reducida a unos años y enfrentarse al arduo trabajo de la tierra a corta edad. Y si bien me declara impetuosamente “no es porque lo diga yo” pero “fui un gran estudiante” - incluso fue el orgullo de un maestro que insistía en su continuidad académica -  no tuvo la posibilidad de continuar los estudios más allá de quinto grado. Por lo menos no en su pueblo, ni cerca de él, no había cómo ir muy lejos. Afirma que era bueno en números, sacaba todas las cuentas “en el aire”, algo que los hijos de la tecnología hacemos muy poco. En fin, la montaña lo esperaba, cada tarde de invierno, salía en un burro que lo acompañaba en busca de su abuelo y de la leña que éste recogía. Ya sumaba sus primeros años de trabajo. Era el mayor de seis hermanos, un padre que estuvo en “el lío de la guerra” mientras él colaboraba con su madre y sus abuelos.  El futuro no era muy claro, ni muy alentador. Pero por estas cuestiones sociales de la inmigración en cadena, producto de relaciones sociales primarias de corte familiar, esperaba poder ir a Australia donde una hermana se había radicado junto a su esposo. En Uruguay también había dos tíos, y por aquél entonces, esta era la Suiza de América, la prosperidad económica de principios de los cincuenta y los elogios que tenía un paisito que era campeón del mundo por segunda vez, pudieron haberlo conquistado.

Agostino tenía unos diecinueve años cuando fue llevado a Nápoles para embarcarse en el Francesco Morosini, con destino a América del Sur, un barco ya conocido por mí,porque en él llegó a este país otro italiano que les presenté, Don Roque, y supo contarme de las carencias que tenían en sus instalaciones, puesto que el negocio era fértil y la economía de recursos el principal respaldo para ello. No tuvo miedo de salir en busca de nuevos rumbos, todo sería nuevo para él. Pero no sabía la tristeza que le provocaría al poco tiempo estar tan lejos de su casa, de los suyos. La soledad lo abrazaba, y no pasaba bien. Pudo haber sido peor, pero al otro día, ya estaba trabajando en un aserradero, donde se ganaban cuatro pesos, y debía hacer una jornada de doce horas para llegar a ganar seis pesos por día. “No era mucho, pero era plata”. Desde un principio fue muy cuidadoso y ordenado en su economía, lo que sobraba de los gastos, lo guardaba y mandaba para Italia. 

La vida laboral en Uruguay fue intensa, más de 50 años de trabajo, sin descanso y hasta con turnos dobles. Los primeros años un poco inestables, siendo víctima del sindicato según cuenta. En sus planes estaba trabajar para conseguir dinero y progresar, pero había “reglas” que cumplir. Supo hacer paro bajo vigilancia de los delegados y so pena de despido por parte de los patrones. Muchas veces pensó que no tenía sentido la huelga, pero a veces había motivo suficiente y acataba. En realidad, siempre acataba; era un gesto de compañerismo. Un día, “embocó” en el negocio de un francés, por intermedio de un pariente, y cambió de rubro. Días de manos al volante subiendo y bajando, estacionando cual si de un juego de tetris se tratara, en un garaje de la calle Piedras, entre Ituzaingó y Treinta y Tres, en plena ciudad vieja. Al principio le pareció misión imposible la pista, pero le fue agarrando la mano. Desde que había obtenido su licencia de conducir, sólo sabía manejar un tipo de vehículo: aquél en el que había aprendido; los demás eran cosa desconocida. La ciudad vieja de aquél entonces no era tan peligrosa para él como para otros. Conocía a la gente del barrio, lo conocían, no se metía con nadie ni nadie se metía con él. Ese era el principio de la convivencia en calles que a las diez de la noche estaban desiertas, y a la madrugada llena de caras extrañas o sospechosas. Supo ver en más de una ocasión cometer algún delito, pero jamás pensó en intervenir. En sus caminatas a tomar el ómnibus lo saludaban, si lo veían en el coche, lo saludaban, mucho respeto. 

Desde su retiro hasta hoy, cada tres años, pasea por la zona. Va a Migraciones para realizar el trámite de renovación de la cédula. Agostino jamás se nacionalizó uruguayo, “¿Para qué? Si yo soy italiano” argumenta. Admite la tristeza que le da volver al lugar donde transitó gran parte de su vida: ver casas tapiadas, cerradas, abandonadas, no es lo mismo; “Uruguay no es el mismo”, sentencia.

Como todo joven, solía salir con amigos, y si bien no tuvo vínculo con otros compatriotas porque al llegar cada uno siguió su camino, conoció gente que lo llevó por los caminos de cualquier uruguayo: la cancha, el fútbol. La invitación fue clara: “tenés que ser hincha de Peñarol, el domingo juega y te voy a llevar a verlo” Hoy, es socio vitalicio del aurinegro. Como hincha de Nacional, sufrí una pequeña conmoción en ese momento, pero decidimos continuar entre comentarios futbolísticos ahora sin relevancia para la nota. 

Breve pausa en la entrevista, suena el teléfono. “Es la patrona” – nos avisa. Su esposa, su compañera desde hace casi sesenta años. Pregunta como va la entrevista y el le comenta “Acá estoy contestando las preguntas como en un examen, capaz que cuando termine me dan un premio” y todos reímos. Conoció a Esther en un baile, en el club “Treinta y Tres” por Carrasco, una noche que salió con un amigo. Al parecer ella estaba sola, no salía a bailar con nadie “y yo le hice seña y me dijo que sí” y ahí empezaron a conversar. Años más tarde, mientras él trabajaba fuera, ella atendía un puesto de frutas y verduras y almacén, hasta que él regresaba y seguían trabajando juntos. Tenían buena clientela, “hasta que llegaron los chinos” y cerraron, pero sin deudas, “sin deberle nada a nadie” Tuvieron tres hijos, siete nietos y dos bisnietos; sí, todos varones. Hay Viggiano pa’ rato. 

Agostino y Esther, estaban por cumplir cincuenta años de casados, y como regalo de Bodas de Oro, sus hijos les propusieron festejarlo. A él no le convencía mucho la idea, pero asegura que se le prendió la lamparita cuando decidió que era mejor que juntaran el dinero para poder viajar a Italia junto a su esposa. Todos de acuerdo, hasta la suegra, colaboró en el pasaje. Para el dos mil doce viajaron por su aerolínea favorita y visitaron juntos el país de la bota.  En el año mil novecientos ochenta, ya había pegado su primer vuelta de visita, casi treinta años después de haber dejado su tierra natal. Allí estaba su madre, en sus últimos años, esperando la despedida. De sólo pensarlo, mis emociones afloran en una sencilla reflexión ¡Cuánto vale el abrazo de una madre, cuánto vale el abrazo de un hijo! Su padre ya no estaba, mucha gente ya no estaba. Durante su estadía de aproximadamente mes y medio, pudo recorrer partes de Italia que estando allá quizá nunca hubiera conocido, el burro no lo hubiera llevado tan lejos. Pudo pasear, pero sin ver grandes novedades, corría el mes de Agosto, y estaba todo cerrado por vacaciones. La familia era el principal objetivo, estar cerca de los que tanto había extrañado. Lo mismo le sucedió cuando fue por última vez, donde un hermano estaba muy enfermo y su deseo era acompañarlo.

En una nueva interrupción, esta vez, ocasionada por mí, le pido que me cuente cuándo dejó la ciudad de Montevideo y porqué. En mi más amplia ignorancia, creía que había trabajado treinta y tres años en aquellas cocheras y obviamente se había jubilado, pero me sorprende al contarme que recién se jubiló en el dos mil nueve. La cuestión es que, durante una licencia en su trabajo del momento, aprovechó para hacer una suplencia. De ahí, surgió la posibilidad de cambiar de trabajo y por poco lo concretó. Presentó la renuncia al hijo de aquél que lo había contratado hacía tres décadas, quien con indiferencia se negó a atenderle una amable despedida. Agostino, ni lerdo ni perezoso, pidió su liquidación a la secretaria y se retiró. Estaba en la otra cochera, cuando un vecino le volvió a ofrecer otro trabajo para la portería de un edificio justo frente al garaje. La comisión debía resolver si aceptaba la propuesta, y aunque reacia a contratar a un hombre mayor, aceptaron, bajo la modalidad de prueba. A los sesenta y siete años tenia dos trabajos, desde las seis de la mañana a las catorce, y de las catorce a las veintidós. ¿El motivo? La jubilación no sería suficiente y todavía tenía condiciones para hacerlo. La portería le dio algún dolor de cabeza, sobretodo porque muchos vecinos no se adecuaban a él, porque estaban acostumbrados al portero anterior, tenían sus mañas. Se llegó a preguntar, quién lo había mandado a aceptar, pero ya era tarde, estaba en el baile y tenía que bailar. Reconoce que con el tiempo la gente lo empezó a querer hasta el punto de no querer que se jubilara. Había logrado la confianza ideal de todo portero, tenía llaves, acceso a las unidades, “encargues especiales” y había pasado las pruebas de fuego de algunos copropietarios. 

Toda una vida de trabajo, en la ciudad, de aquí para allá. Y me pregunté, ¿cuando hacía el vino del que habló su nieto Martín en un artículo que yo había leído tiempo atrás y por el cuál sabía de la existencia de Agostino? No tenía viñedos ni parral, es cierto, pero recibía la uva y la máquina para molerla de parte de un productor. Nadie le había enseñado, aprendió de mirar allá en Italia. Trajo en su memoria, un conjunto de “secretos profesionales” que le dan un toque especial al vino, aunque afirme que no hay trucos. Yo no soy muy entendida en estos temas, y no conversamos mucho sobre la uva, la única cosecha que tiene nombre propio. Pero en el destino estaba marcado que esa misma noche se estrenara en Uruguay un documental promovido por el Instituto Nacional de Vitivinicultura, producido por We Cook Films y dirigido por Pablo Banchero, titulado “Otra cosecha”. Un filme que muestra el proceso que hay detrás del vino uruguayo, y que tendría en pantalla a Don Agostino junto a su nieto, el enólogo Martín Viggiano. Aquí está la herencia más genuina que se puede transmitir: el amor por lo que uno hace. Los vinos de garaje Viggiano, conjugaron proyecto y memoria, futuro y pasado, la familia, la sabiduría y la técnica. En palabras del director de la película, en la vendimia “hay pasión, amor y dedicación”. Claramente, el ímpetu de ese italiano venido de tierras montañosas, se transmitió por lo alto, asegurando la continuidad de una tradición con estilo y nombre propios. Viggiano. Sin más.