En el año 1949, se embarcaron los siete, y en un barco cargado de “sueños” llegaron a la zona de Malvín, en Montevideo... Estaba un muchacho llamado Marino Molinari. Entre picadas y vinos, Argentina vio a ese “hombre guapo y fuerte” y se aventuró a una nueva vida en un rancho, sin luz eléctrica, ni agua caliente… ¡ni fría!... Marino venía de la misma tierra marchigiana, de una familia de muchos varones “fortachones”, el futuro era prometedor, pensó. Y acertó. Fruto de ese matrimonio, contraído en la Parroquia San Rafael del Cerro, nacieron Alba, Silvana y Marina... Así construyeron lo que hoy conocemos como BODEGA MOLINARI, de cuya producción destaca su Tannat Cabernet... Pero tanto trabajo tiene su merecido descanso, y en ese descanso aprovecharon para volver a su querida Italia. Uno de los viajes que tanto recuerda, es aquél que hicieron con la colectividad Associazione Marchigiane nel mondo de Uruguay, de la cual siempre fueron socios activos, durante el jubileo del año 2000, recorriendo todo Le Marche...

Por SILVINA LORIER

De una región italiana cuya fama aun se encuentra refugiada entre los Apeninos y el Mar Adriático, donde se meció la cuna de un gran poeta que dijo: “La paciencia es la más heroica de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de heroísmo”; traigo a presentarles una voz sencilla, de gente común y no tanto, de una vida de trabajo y sacrificio, de paciencia -como lo expresa Leopardi- para encontrar en tierras lejanas un modo de vivir criollo, junto a un amor que dio fruto en una vid que aún hoy la rodea y acompaña. Rodeada de miseria, nació en el año 1933, y fue bautizada bajo el nombre de Argentina, que fuera utilizado popularmente en esa época, donde el país rioplatense era famoso sitio para “hacerse rico”. Dicen que en el nombre que nos ponen hay una fuerte carga simbólica que representa el deseo de nuestros padres, y me he puesto a pensar en que en el inconsciente de esa sociedad castigada, había voces que gritaban encubiertas en su descendencia el anhelo de un futuro mejor.

Atilio Fiorani, papá de 5 hijos, era medianero y tenía algunas dificultades físicas para cumplir con la labor diaria, pero los dueños del campo lo ayudaban. Mientras tanto, Carola, era tan “guapa” que se iba al molino “con un sacco sulla testa” a moler el maiz para hacer la comida. Argentina aún no cumplía los 15 años, y la familia ya tenía pasaje a L’Améria donde un tío ya se había afincado, y tenía un buen trabajo. En el año 1949, se embarcaron los siete, y en un barco cargado de “sueños” llegaron a la zona de Malvín, en Montevideo. Atilio realizaba algunas tareas en las quintas de Devoto por Avenida Italia, y las chicas fueron empleadas en casa de la señora María Marha Storace Bordaberry, viuda de Mateo Frugoni. Allí los extranjeros eran bien recibidos, dado su compromiso con la tarea – por contraposición a los locales - entre las que se destacaban la cocinera, la “ayudanta”, la mucama “de adentro”, la institutriz, el mayordomo y la niñera. Este último cargo lo ocupaba Argentina, quien supo criar a los pequeños Mateito, María Martha y María Isabel Frugoni Storace, con quienes conserva una fotografía en un gran portarretratos de su casa en Canelones. Era el trabajo ideal para una joven, que vestía con entusiasmo aquel uniforme oscuro con cofia y delantal blancos, tenía su cama, agua caliente, comida y un sueldo que podía destinar a sus ahorros y a ayudar a la familia. Con esos sueldos, se iba pagando el terreno donde vivieron sus propios padres. Argentina, además, tenía la oportunidad de  veranear en Punta del Este, en la zona del Hotel San Rafael, junto a los pequeños que cuidaba. También era un lugar donde podía compartir  aventuras y amistad con sus compañeras de trabajo, siempre bajo la atenta mirada del mayordomo de origen polaco que las amenazaba con un “tac tac, ¡cuidado! que viene la señora que bate el taco” (Martha) cuando estaban de grandes charlas. Argentina aún no hablaba español, pero aprendía a hablar inglés y lo recuerda en una perfecta pronunciación de la orden “shut the door” que solía dar la institutriz de los niños- 

Por aquellos años, un puñado de italianos se juntaba a jugar a las bochas en el Paso de La Arena, y entre ellos estaba un muchacho llamado Marino Molinari. Entre picadas y vinos, Argentina vio a ese “hombre guapo y fuerte” y se aventuró a una nueva vida en un rancho, sin luz eléctrica, ni agua caliente… ¡ni fría! Una compañera de trabajo le dijo por aquél entonces “vos tenés que estar loca”; quizá un poco, pero de amor. Marino venía de la misma tierra marchigiana, de una familia de muchos varones “fortachones”, el futuro era prometedor, pensó. Y acertó. Fruto de ese matrimonio, contraído en la Parroquia San Rafael del Cerro, nacieron Alba, Silvana y Marina; y en partida doble, los mellizos hoy enólogos de la bodega que les ha dado sustento, Nelson y Hugo Molinari. Por su parte, Alba se convirtió en maestra, Silvana en contadora y Marina en escribana. Entre todos, le han dado 8 nietos, y la satisfacción de ser buenos hijos, y haber aprendido del sacrificio y dedicación de sus padres, para con el estudio, el trabajo y la familia. Pero no quiero dejar pasar un acontecimiento particular, que tiene que ver con el embarazo gemelar, para una mujer de apenas unos 50kg, que al enterarse de que latían dos corazones en su vientre, no quería creer que era cierto. Un parto agotador sobre un mármol helado, aterrada por la advertencia del médico que no admitía un parto sin su presencia, excusándose en la torpeza notoria de los italianos a quien llamara “manga de brutos”; y que una vez los niños afuera, no paraba de moverlos de cabeza brazos y piernas, ante la pregunta casi sin aliento de esa madre que decía “¿que tienen doctor?”, “nada, sólo los quiero revisar”. Dos kilos y medio cada uno, nada más que agregar. 

Marino tenía también su gran historia, durante la guerra, supo ser el cartero del pueblo y el hombre de la casa, ya venía con gran entrenamiento en muchas labores. Pero como bien han citado Daniela Garino y Stella Arrieta en su libro Memorias de la Guerra – recomiendo su lectura por toda la comunidad italo-uruguaya – fue uno de tantos que emigraron a América escapando de los problemas económicos como la desocupación y la pobreza, y los conflictos sociales producto de la destrucción bélica en sentido amplio. Las historiadoras recogieron entre muchos y muy valiosos, el testimonio de Marino, quien dio cuenta de las condiciones miserables en las que huían de su propia tierra, en su caso en el barco Campana de origen francés. Había traído consigo la voluntad de trabajo y el deseo de progreso, por lo cual nunca descansaba. Ni siquiera, cuenta Argentina, al momento de almorzar. “¿Te costará tanto mandarte un poco de agua a la cara?” le increpaba su esposa cuando en medio de la jornada se sentaba a la mesa, a lo que el señor le respondía “como algo medio rápido y ya me voy al tractor”. Vino a descansar por primera vez en su retiro. Marino era también un “tifoso” del ciclismo, y en cierta medida, Argentina lo recuerda mirando el Giro d’Italia cada año, poniendo mucha atención a ver si nombran aquellos grandes como Gino Bartali o Fausto Coppi; nombres con cuales casi bautizan a los mellizos. Pero ella se había acriollado demasiado como para permitirlo.

Todo empezó en una quinta, y poco a poco, se hicieron de maquinaria y de más tierra. En esa tierra empezó a cultivarse la vid, y antiguamente, se cortaba la uva a mano. Así construyeron lo que hoy conocemos como BODEGA MOLINARI, de cuya producción destaca su Tannat Cabernet. Claro, ante los problemas que surgían con el sindicato y las cuadrillas de la cosecha, llegó la vendimia mecanizada. Argentina no llegó a manejar la cosechadora, porque sería como pilotar un avión, pero con sonrisa infantil y picaresca, recuerda haberse subido a conocerla. 

Molinari era amigo de todo el mundo, y su fiel compañera y “colaboradora” en el negocio, era famosa en el pueblo de Progreso, donde se la conocía como la “niña de los mandados”, quien en un Toyota circulaba ante la mirada de los transeúntes que creían que el vehículo marchaba solo; ella iba de oficina en oficina haciendo trámites y diligencias, implorando ayuda ante su escasa alfabetización. Hoy su marido ya no camina entre los viñedos, pero ella aún lo hace, mientras conversa con empleados con los que se divierte y va a hacer los mandados – ahora que no maneja- para pasar el día. La casa ha quedado enorme, llena de recuerdos y cosas “que uno va ajuntando”, entre ellas las fotos que me ha mostrado con entusiasmo. Nunca está sola, durante el día van sus hijos, y siempre está un casero que hace años vive en la “vieja casa”. Aún cocina y tiene bajo la manga varias recetas, con productos típicos y sobretodo con productos frescos y locales. Allí en la mesada se ve todo pronto para hacer el almuerzo.

Pero tanto trabajo tiene su merecido descanso, y en ese descanso aprovecharon para volver a su querida Italia. Uno de los viajes que tanto recuerda, es aquél que hicieron con la colectividad Associazione Marchigiane nel mondo de Uruguay, de la cual siempre fueron socios activos, durante el jubileo del año 2000, recorriendo todo Le Marche. También hay anécdotas imposibles de olvidar, como la desilusión de encontrar el pueblo peor de lo que lo dejaron (con gente durmiendo sobre las chalas), pero con familiares deseando volver a verlos. Y no sólo familiares, también alguna ex de Marino, que le llegó a confesar cuánto le había llorado, día y noche, y rezado un padre nuestro en su nombre, demostrando un gran cariño, sin ningún otro interés. Léase esto contado por su propia esposa. Esto da habida cuenta de las implicancias que tienen las migraciones, tanto para el que se va, como para el que se queda. 

Para ir cerrando, quiero citar del libro que antes les mencioné, un párrafo fundamental para justificar cada historia de vida que les traigo a presentar. “Podemos recordar con solo cerrar los ojos emociones que experimentamos y que nos producen un nudo en la garganta, lo conmovedor que nos resultó una situación en la cual apretábamos las lágrimas, se nos erizaba la piel o irrumpía aquel leve cosquilleo en el estómago” Cada inmigrante tiene una experiencia que marcó su vida, y hoy al contarla, pretendo que en los corazones de sus descendientes y de todos ustedes mis lectores, quede alguna huella de esa historia.