por Silvina Lorier

Anna y Lorenzo, sobrevivientes. Víctimas de la violencia bélica y el totalitarismo político, de la pérdida y la pobreza, prisioneros en casa y fuera de ella, desterrados, emigrantes; pero resilientes, fuertes y luchadores. Hoy los podemos recordar gracias al fiel relato de su nieto, Alvaro Luis Pocecco; quien ha sabido mantener siempre viva su historia, conservando todo lo que trajeron, lo material y lo intangible.

De nacionalidad italiana, de origen istriano. Una región que siempre estuvo obligada a la adaptación, al cambio: a los romanos, a los bizantinos, los lombardos, los francos;  fueron parte de la República de Venecia, del Imperio Austro-Húngaro, del Napoleónico, otra vez de los Habsurgo; Italia después de la Primer Guerra, Territorio libre de Trieste  producto de la Segunda Guerra, Yugoslavia, y hoy, el pueblo Carsette di Istria, pertenece a Croacia. Esta península del Mar Adriático fue cubierta por la lava de la guerra muchas veces, pero a pesar de la convivencia de tantas nacionalidades, etnias, gobiernos y sistemas; los itrianos siempre conservaron su identidad regional. De hecho, los Pocecco, italianos legalmente, nunca se nacionalizaron uruguayos.

Corría c. En un transatlántico - propiedad de la Sociedad italiana Raggruppamento Armatore Fratelli Grimaldi - rescatado de la guerra y restaurado para la inminente emigración a gran escala y rebautizado con el nombre “Auriga”; un puñado de istrianos huye de la guerra, de la miseria, del miedo. Entre ellos, Lorenzo Pocecco Cacovich, su esposa Anna Paoletich Codiglia y su pequeño hijo de cuatro años Franco, padre de Álvaro. Llegan directamente a las cercanías de la hoy ciudad de Los Cerrillos, en Canelones. Allí, una hermana de Anna vivía con su esposo, el Sr. Pribaz, dueño de la quinta donde se afincaron primariamente, mientras le devolvían a éste con trabajo, el préstamo otorgado para cubrir el coste de los pasajes. De tradición agricultora y vitivinicultora, hicieron lo que sabían hacer, y así progresaron. Desembarcaron en un lugar desconocido, pero con “conocidos”, más que ello, con parte de la familia, que en esos tiempos era primordial conservar. El viaje estuvo lleno de complicaciones desde el vamos. Desde el momento en que desearon tramitar el pasaporte, el gobierno italiano no los reconoció como tales. Pese a que Lorenzo luchó por Italia, al momento de partir, su pueblo ya no era administrativamente italiano. Esto los llevó a una odisea para justificar su ciudadanía: recurrir a un político, a un amigo, a un gestor, una “manito” para los que se veían envueltos en esta triste situación. No podría juzgarse hoy el delito, pero “simularon” vivir en Roma para obtener el pasaporte. Más no conforme con ello, el cruel destino los aguardaba con otra desventura al momento de subir al barco: sus pasajes no eran aceptados. Anna encomendada a la Virgen María Madre de Dios, y Lorenzo un poco resignado ya, aguardaban un milagro. Un milagro que en fin sucedió cuando la “señora que estaba en la ventanilla” les regaló una “excepción”.  Una vez sobre las aguas, supieron cruzarse con un barco que volvía a Italia con inmigrantes desahuciados, que no habían encontrado en La América las riquezas que les habían prometido (el gran negocio de las navieras) El encuentro fue tan cercano, que oyeron sus súplicas y consejos, que volvieran, que no había nada que hacer, que iban a pasar hambre… Era tarde ya. Venían con lo puesto. No había tiempo ni lugar para lamentos.

Las vicisitudes venían desde la cuna. Lorenzo siendo muy pequeño vio partir a su padre Giovanni a la primer Guerra Mundial. Terminada esta, las mujeres esperaban volver a ver a sus esposos, los hijos a sus padres, los padres a sus hijos, hubieron abrazos y llantos y llantos sin abrazos. Todos lo sabemos. Pero lo que no cuentan los libros son historias peculiares, personalísimas como estas. Un paisano, vecino de los Pocecco, sobreviviente, se acercó a la familia para darles la buena noticia que Giovanni venía en camino, y no sólo eso, venía con riquezas, con tantas riquezas que salvaría de trabajar a dos generaciones. Por otro camino, quizá más largo, demoraría más. Pasó el tiempo, las semanas, los meses, no llegó. Un soldado cuyo destino final debió construirse con la imaginación de su familia: quizá por el botín de guerra lo mataron, quizá por una enfermedad no tuvo fuerzas para llegar, quien sabe. La amargura y el dolor no tendrían nunca una respuesta. La viuda reconstruyó su vida, formó otro matrimonio, y por este motivo, Lorenzo quien hubiera estado eximido de ir a la guerra si hubiera tenido que cuidar de su madre, no obstante, debió cumplir con el servicio militar. Y otra vez, la historia. Ahora estaba Anna, con dos hijas pequeñas, sola en su casa, enfrentando a los nazis de Adolf y a los fascistas de Benito. 

Tiempos de guerra, tiempos de hambre. Los recursos alimenticios son confiscados por los militares. El pan tenía que estar pronto para cuando lo pasaran a buscar “ellos”. Si la familia tenía un cerdo, y el mismo se carneaba, una parte debía ser para los soldados. Así pasó una vez con los enviados de Mussolini, pero sin embargo, al llegar a buscar  la grasa que debía tocarles, no estaba. La nona, Anna, argumentó que se la había comido el gato. Claro, tratándose de kilos de grasa, pareció una burla. Anna fue detenida, interrogada, amenazada. Con su más profundo sentido del convencimiento, insistió en su respuesta. A tal punto que debió cansarlos. Fue liberada. Pero los nazis con sus armas y violencia, también invadieron su casa, en busca de las especialidades: los salchichones, la bondiola,  el lomito, entre otros. Por fortuna, esta vez, gracias al consejo del cura del pueblo, las “riquezas” estaban escondidas entre los escalones de la casa. Los soldados subieron al segundo piso por sobre ellas, sin percatarse de su existencia. Otra prueba superada. Pero no. No todo fue triunfal, ya que encontrándose sola, sin saber de la vida de su marido, Anna perdió a sus dos hijas a corta edad, a causa de enfermedades de la época. Lorenzo, a diferencia de Giovanni, retornó de la guerra. No con riquezas claro, volvió para seguir trabajando la tierra. En tanto, fue invitado para oficiar de “Alcalde”, un tipo de jerarquía civil, que llevaría a cabo “trámites” en el pueblo. Uno de ellos, sería firmar unos documentos que autorizaban la tala del  monte de un amigo, cuyo destino sería la expropiación por parte del gobierno. Una encrucijada moral que Lorenzo resolvió de una manera simple pero arriesgada: quemó los documentos. Una vez enteradas las máximas autoridades, ordenaron su detención y Lorenzo huyó de la noche a la mañana procurando salvar su vida. Se refugió en Trieste, y quedaron separados por una frontera política, ideológica, militarizada. Anna, obstinada como la define su nieto, iba a visitarlo; debiendo para ello soportar extensos interrogatorios, demoras en la frontera, incluso la acusación de ser espía, informante  y de traficar  dinero. Si esto no es digno de un guión cinematográfico, es digno del dicho “la realidad supera la ficción”. Pero es la historia más realista que jamás podríamos leer.

En fin, ese pedacito de mapa disputado por tantos reyes y defendido por tantos ejércitos quedó atrás. Vuelta a la página; quizá por ello retornaron tan sólo una vez a su Istria natal, y luego cortaron con el cordón umbilical que los unía al sufrimiento. Con una imagen de Sv. Mati Bozja que Álvaro conserva aún, originaria del Monte Santo, regalo de la bisabuela, protectora de la patria eslovena, arribaron a Uruguay, mientras otros continuaron rumbo a Buenos Aires. Aquí en el Río de La Plata, para su asombro, los hombres fumaban de unas grandes pipas, o mejor dicho, tomaban mate. De ahora en más, la historia pasa a acriollarse. 

Los Cerrillos, cuenta Álvaro, supo ser conocida por su numerosa plantación de durazneros. Él, que tuvo la fortuna de criarse en la quinta de sus abuelos, aprendió de ellos y con ellos. Recuerda juntar duraznos y llevarlos a las cámaras de la Agremiación Ruralista de Los Cerrillos, donde se exportaban a Brasil. También continuaron con su actividad vitivinicultora, cosechando uvas, haciendo vino, mucho vino tinto y una reserva de vino blanco dulce. Heredó la costumbre de preparar frutas en conserva: peras, duraznos, ciruelas; de la producción de dulce de higo, el tomate en conserva, todo para abastecer la despensa previo al invierno. Del arte culinario de la nona, recuerda la “minestra” y un confite dulce conocido como “cróstoli” en una variante propia de la región más istriana. Por suerte, y gracias al orgullo que siente Álvaro por sus ascendentes y su linaje, la historia fue en parte asentada en el libro “Memorias” editado por la Asociación Histórica de Los Cerrillos en el año 2015, asociación de la cual es miembro fundador. 

Esa memoria que en este uruguayo está llena de recuerdos que atesora con mucho cariño y extremo cuidado por el vínculo íntimo que logró tener con su abuela, que pese a haber vivido tantas desgracias y afrontar tantos desafíos, murió casi a los 95 años de vida. Una mujer, que trabajaba sin parar, bien centrada, con sentido común, aguerrida, que con aplomo dejó su tierra y sus padres que nunca más volvió a ver. “Muy clarita pa los números”, comenta Álvaro. Solía decir que “de las cuatro esquinas de la casa, la mujer administra tres”. Lorenzo también supo ser un hombre guapo y trabajador, un referente en ese sentido. Pero fue su abuela quien le transmitió los valores del respeto, el ánimo de trabajar con tesón y la capacidad de administrar los recursos con sabiduría. Herencia tan importante, tan necesaria. Cosas de la vida que ninguna guerra ha podido destruir.

 

 

Imagen de la Virgen que acompaño a Anna durante el viaje y su vida

 

Alvaro junto a su abuelo Lorenzo en la cosecha de duraznos

 

Anna junto a sus hijas

 

Carné de identificación de Lorenzo - Carátula

 

Carné de identificación de Lorenzo - interior

 

Postal del día de partida

 

Lorenzo y los soldados istrianos durante la 2a. Guerra en Sicilia