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POR JUAN RASO
Leo en El País de Madrid de ayer un artículo firmado por Emilio Sanchez Hidalgo con el sugestivo título "El trabajo, en busca de sí mismo". El autor escribe: "La actividad laboral vive una momento de transformación que no termina de explotar, condicionada por las plataformas digitales, el teletrabajo y la automatización, con la precariedad como constante amenaza".
La nota periodística es un disparador sobre las tantas incertidumbres de la época actual, de las que el trabajo constituye a mi juicio el eje central.
¿Cómo hemos llegado a esta etapa de la evolución del hombre? Repaso mis notas recientes en la computadora y anoto esta reflexión personal: "Vivimos en un mundo que carece peligrosamente de una de las garantías fundamentales de anteriores generaciones: un puesto de trabajo seguro. Las inseguridades laborales se transforman hoy en inseguridades existenciales del ser humano".
Es que a lo largo de gran parte del siglo XX, el trabajo subordinado (es decir, aquel trabajo que desarrollábamos en las fábricas y las oficinas bajo la dirección de otro) aseguraba al individuo una doble certeza: la certeza salarial, que permitía al trabajador tener una renta fija y segura para satisfacer sus necesidades, y la certeza del vínculo laboral, puesto que el modelo laboral aseguraba estabilidad y continuidad laboral. Mientras el trabajador cumpliera diligentemente con las tareas que se le encomendaban, no se lo iba a despedir; seguiría percibiendo su salario, hasta que un día sería premiado con su "merecida jubilación" (Anoto que la expresión "jubilación" deriva de "jubilo", aunque no creo que la lectura de la reforma de la seguridad social nos llene hoy de especial jubilo).
Hoy la certezas del trabajo, esa seguridad que tranquilizaba los hogares de millones de trabajadores, ha entrado en crisis: se ha vuelto "incerteza". La contraprestación por el trabajo realizado ya no es necesariamente un salario, y de serlo, no es siempre un salario fijo y seguro. El vínculo laboral de carácter subordinado se precariza y es difícil para el trabajador hacer proyecciones a mediano plazo sobre su futuro laboral.
Las tecnología, el trabajo remoto, las aplicaciones, etc. - como anota el periodista español - han puesto fin a una época de certezas. La cuestión no se limita al salario, porque el hombre-trabajador privado de su condición de trabajador no logra su propia realización como hombre; el desempleado es - en términos de la imperante cultura del éxito - un perdedor. Más drástico aún es el profesor italiano Romagnoli quien expresa: "Quien no trabaja, no es". O como expresa el especialista francés Alain Supiot, "al desocupado, cuyo numero no cesa de crecer le es rehusada esa parte de humanidad, que es el derecho a la prueba: el derecho de probarse y de ver reconocido así un lugar legítimo en medio a sus semejantes".
Las estadísticas de nuestro continente indican de modo unánime que el de los jóvenes es uno de los segmentos de la PEA más afectados por el desempleo. Si tomamos como ejemplo los datos de CEPAL relativos al período 2021/2022, comprobamos que la cuestión de la inocupación juvenil constituye uno de los problemas centrales del desarrollo de América Latina, un continente donde más de la mitad de la población es menor de 24 años y el desempleo juvenil evidencia tasas en aumento en la mayoría de los países.
En el nuevo contexto productivo y laboral, las preguntas se multiplican sin recibir contestaciones concretas: ¿Cuáles serán los avances de la inteligencia artificial y la automatización y cuál el impacto de estos avances en la creación y destrucción de empleos y sobre los salarios? ¿Qué formación laboral requerirá la economía del futuro? ¿Cuáles conexiones deberemos establece entre la educación y el mercado de trabajo, para no seguir formando jóvenes para trabajos que ya no se necesitan?
La empleabilidad del futuro estará inexorablemente ligada a la educación y – en especial el acceso a empleos de calidad - estará reservada a los egresados de la educación terciaria. Pero no solo es necesario promover políticas públicas que faciliten el acceso de los jóvenes a la enseñanza universitaria: es necesario pronosticar e individualizar a mediano plazo cuáles serán las habilidades y competencias necesarias para conservar o mejorar la empleabilidad del futuro, ajustando la educación a esos requerimientos. Ello constituye un especial desafío en el continente latinoamericano, donde las planes de enseñanza terciarios se diseñan para formar en profesiones, tareas y competencias tradicionales, con alto componente académico y poco aterrizaje en la práctica y el trabajo de campo.
Seamos optimistas y apostemos a esa idea de la "destrucción creativa", proclamada hace casi un siglo por el economista austríaco Joseph Schumpeter: pensemos que la destrucción de los viejos empleos será sustituida por la creación de nuevos, a veces más numerosos y de calidad.
Pero ello no será un proceso natural, sino que deberá ser fundado en adecuadas políticas educativas. Las únicas "certezas" del trabajo las ofrecerán en definitiva la formación y el aprendizaje continuo: en este tema nos va el futuro, propio y colectivo. Hay quienes siguen pensando que una mayor formación significa una más intensa explotación del trabajador por parte del empleador. No es así: la formación hoy es el anclaje más importante del trabajador a su empleo. La estabilidad laboral más que con normas se construirá con nuevas habilidades, conocimientos y competencias.
Hay algo terrible en el futuro del trabajo, que se expresa en el miedo a lo que no conocemos, o tememos conocer: ese mismo miedo - como venimos repitiendo - que tenían los trabajadores de las fábrica de velas, cuando apareció la luz eléctrica. Ante la incertidumbre del trabajo, reconozcamos también que los cambios han generado una realidad dinámica que abre al ser humano posibilidades desconocidas en el pasado. En medios de tantos desafío, nunca ha sido tan necesaria la reflexión de los operadores y críticos del sistema (desde todas las perspectiva: docente, económica, sociológica, periodística, etc.). El desafío de la sociedad es también –en definitiva – nuestro propio desafío intelectual y humano, volviéndose la educación y la formación la única certeza.