Por Esteban Valenti

El año pasado tuvimos que suspenderla, la pandemia también se ensañó con los libros, con los lectores, con las editoriales, con los curiosos y no se pudo hacer, pero este año la Feria del Libro estaba repleta y volvió a vestirse de fiesta y de gente.

"La feria de las vanidades: una novela sin héroe" de William Makepace Tackeray publicada en 1848 y es una sátira que en realidad tiene su origen en "El progreso del peregrino", un libro de John Bunyan publicado en 1678, en la que figuran un conjunto de paradas en una feria en la ciudad de Vanidad y que representa la atracción pecaminosa de los seres humanos por las cosas mundanas. Es un libro de los más queridos por los compatriotas de su autor, los británicos y lo merece.

Nosotros a muchos años y kilómetros de distancia y durante dos semanas recorremos nuestros pecados, nuestras historias, nuestros amores pecaminosos y angelicales, nuestra imaginación y la del mundo, transformada en libros, en una de las creaciones más geniales que construyeron los hombres y las mujeres.

No importa la técnica, aunque los cultores de Gutemberg, nos emocionemos ante el olor, el tacto, el siseo de las páginas, los diseños de sus tapas, la promesa de sus aventuras, de sus creaciones, pero aún en este tiempo de electrónica y digitalización, lo fundamental, lo que ninguna máquina podrá crear nunca, son los contenidos, los textos, las ilustraciones y desatar nuestra imaginación y nuestra tristeza o nuestras pasiones y alegrías.

La gigantesca computadora de IBM, Deep Blue le ganó una partida de ajedrez al campeón mundial de ese momento Gary Gasparov. La máquina era capaz de calcular 200 millones de posiciones por segundo, pero ni esa ni ninguna otra mucho más potente puede escribir una poesía, una novela, un cuento.

La Feria del Libro es un espectáculo único, basta mirar con atención el rostro de sus visitantes, de todas las edades, los que buscan, los que encuentran, los que quisieran y los que pueden. Es un muestrario que enorgullece, por la cantidad de autores en este pequeño país  y porque a pesar de que ha caído el porcentaje de libros leídos cada año, seguimos siendo de los países de la región que consume más libros. Y es de las cosas que más no deberíamos enorgullecer.

La cantidad de autores es tan abrumadora como la de los potenciales compradores y lectores. Autores de Uruguay y de todas las latitudes y de tiempos muy variados y diversos. No están solo los últimos libros, los premiados, los actuales, desde los estantes nos miran obras inmortales o desconocidas de todos los continentes. Y nos invitan a viajar hacia otros mundos, otros tiempos y sobre todo hacia nuestras almas inquietas y sedientas.

Fuimos además a la presentación de un libro, un enorme esfuerzo de investigación de 991 páginas y a reencontrarnos con muchos amigos, después de meses de ausencias y de tristeza, una tristeza que jamás imaginé que podría existir, ni leyendo los más versos más tristes.

Pero fue un momento, unas horas de vida, un alto en la rutina para volver a la mejor normalidad, la de nuestros inseparables compañeros, los que nunca podrán acallar, asesinar, quemar o infectar: los libros.

Y nuestras vanidades estaban allí, junto a los que poseen las virtudes de la modestia, encerradas en esa cantidad casi infinita de letras, ordenadas, prolijas y dispuestas a desordenarnos la vida, a llevarnos a navegar por mares de calma y tempestad, a volar con la más poderosa arma que desde siempre poseemos, nuestra imaginación.

No nos asustemos de las máquinas, no le echemos la culpa, no maldigamos cuando una pequeña pantalla fluorescente nos roba tanto tiempo y recordemos que los amos de todo somos nosotros, porque fuimos capaces de crearlas, de inventar tantas historias y de vivirlas.

Vanidosamente o modestamente.